13/4/25
"Fractal" (Andrés Trapiello) 2.ª parte. Libro 2 (1994-2000)
Vamos a tener teléfono. Hemos vivido diez años sin él. No sé cómo la vida le impulsa a uno a tener unas cosas, y cuando las tiene, empieza a sentir una nostalgia de cuando no se tenían.
¿No tenemos todos derecho a cambiar? ¿Incluso, cuando cambiamos, no tenemos derecho a no recordar lo que pensábamos antes?
Nunca será lo mismo no tener porque se ha perdido, que no tener porque no se ha tenido. En un caso podemos desembocar en la nostalgia, en el otro, en el resentimiento.
Recordaba a un viejo limpiabotas de Granada, a cuyo salón acudía él de niño. El hombre era una institución en la ciudad. Sentaba al cliente y antes de proceder al cepillado, iniciaba el siguiente e invariable diálogo.
—¿Quiere usted conversación o lectura?
—Conversación.
—¿A favor o en contra?
Todas las tardes de domingo se parecen, pero ni un solo sábado es igual a otro.
Deberíamos creer en Dios (y en Proust) para darle las gracias a alguien del que no esperamos nada.
Cada vez que pienso en mí me estoy perdiendo
algo.
No hay cosa más desconcertante que un viejo entusiasta ni cosa menos justificable que un joven pesimista.
He observado que de gustos entiende todo el mundo mucho: basta con creerse en posesión de uno solo.
Se puede uno morir en el Rastro, y acto seguido llegar otro que compra cadáveres y se te lleva a casa para hacer experimentos como el doctor Frankenstein.
La decadencia de Occidente empezó el día en que la gente dejó de hacer ayuno para hacer régimen.
En cuanto al ascensor, es uno de esos ascensores metálicos y estrechos, como un ataúd, con las paredes de chapa, en los que únicamente caben dos personas. Está lleno de inscripciones hechas con la punta de una navaja o de una llave. La gente aprovecha cualquier rincón para escribir. Vivimos en un país en que no se lee; ahora, la afición por la literatura y el arte es muy grande, y en cuanto se la deja y se le ponen los medios adecuados, la gente está ansiosa por comunicar donde sea su experiencia y pintar una polla y los dídimos.
La religión es incompatible con el humor. En todas las religiones hay, no obstante, santos bien humorados, pero las religiones son tristes. Por lo mismo, el humor será siempre mucho más perdurable que la religión. Lo último que se oiga el día del Juicio final será la carcajada de alguien que viene borracho de una fiesta y aún no se ha enterado de nada o que al oír las trompetas crea que la juerga siga aún en otro sitio.
Nunca suceden las cosas que se temen como uno se había hecho a la idea.
Se dice que los cuadros de los museos son los que más tonterías escuchan. No se crea. Nadie oye tantas tonterías como alguien famoso que se acaba de morir, aunque es verdad que la mayoría de estos difuntos, incluso muertos, siguen creyéndoselas.
Silencio y sueño. He ahí las aspiraciones de toda vida consciente. Nada supera la felicidad de tal programa.
La vida a todos nos va haciendo lo que a los ríos, que sin darnos cuenta se nos llenan los fondos de fango y las riberas de maleza, y llegamos a pensar que siempre fuimos tan asalvajados.
Cuando alguien llega a comprender que su talento es insuficiente y empieza a cultivar su ingenio, acaba pareciéndose a ese que trata de disimular su falta de higiene con el abuso de perfumes.
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