6/10/19
El escritor Sándor Márai nació en Hungría en el año 1900. Entre 1986 y 1987
mueren su mujer, su hijo y sus tres hermanos. Su diario de los años
1984-1989 lo escribió a máquina, pero la última nota (de 15 de enero de
1989: "Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero
tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora") está escrita a mano. En la última carta enviada a su editor, István Vörösváry, escribe lo siguiente: "Lo
siento mucho, ya no puedo más. La debilidad no desaparece y, de seguir
así, pronto tendrán que ingresarme. Quisiera evitarlo. Gracias por
vuestra amistad. Cuidaos mucho. Os deseo todo lo mejor. Sándar Márai.". Se suicidó el 21 de febrero de un disparo en la cabeza. Conforme a su testamento, sus cenizas fueron esparcidas en el mar.
Están son, en dos partes, algunos de los apuntes de su diario.
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1986
Situaciones de los exiliados. Después de la muerte de L. ha
comenzado para mí una nueva etapa en este aspecto. Hay
gente que siente la necesidad de llamar la atención casi en
un grado patológico, que quiere ver y oír su nombre a toda
costa y donde sea. En mi caso, lo patológico son las ganas
de desaparecer. No leer mi nombre, no dar noticia alguna,
desvanecerme.
Llegan sin cesar las facturas desorbitadas del hospital,
de los laboratorios, de los médicos. Una cama en una habitación
doble, trescientos dólares diarios. Y también de
las medicinas. Si L. viviera, no soportaría ver las facturas.
A mí me traen sin cuidado, el dinero ahorrado es para eso.
Sin embargo, el robo descarado ejercido por la medicina y
sus compañías es asqueroso. No caer en mano de éstos, escapar.
Hace dos semanas fui a una tienda del otro extremo de la
ciudad para comprarme un arma de fuego, pero el formulario
de la policía no había llegado hasta ahora. Ahora
vuelvo y el vendedor me entrega la pistola, empaquetada
con esmero, además de cincuenta balas. Cuando le advierto
que no voy a necesitar tanta munición, él se encoge de
hombros y contesta con indiferencia que eso nunca se sabe.
En el establecimiento se exponen toda clase de armas de
fuego, escopetas de caza, fusiles ametralladores. Los pocos
compradores, la mayoría chavales con cazadoras de cuero,
deambulan mirando las armas. En América todos los ciudadanos
tienen derecho a ir armados. Vuelvo a casa en taxi;
el chófer me pregunta qué he comprado y asiente al saber
que se trata de un revólver. «Siempre viene bien», me dice.
Es la primera vez desde hace meses que siento algo parecido
a la tranquilidad. No tengo planes de suicidio, pero si el
envejecimiento, la debilitación, la pérdida de mis capacidades
avanzan al mismo ritmo, es bueno saber que podré acabar
con ese humillante deterioro en cualquier momento, y
no tendré que temer lo peor: terminar en uno de esos vertederos
institucionales, en un hospital o una residencia de
ancianos. Sin embargo, hay que tener suerte incluso para
eso, porque la apoplejía puede impedir la huida.
¿La quería? No lo sé. ¿Puede uno querer a sus piernas, a sus
pensamientos? Simplemente, nada tiene sentido sin piernas
o sin pensamientos. Sin ella nada tiene sentido. No sé
si la quería. Era algo diferente. Tampoco quiero a mis riñones
o a mi páncreas. Simplemente forman parte de mí,
corno ella formaba parte de mí.
No quiero morir, todavía no. Pero he dejado el revólver en el
cajón de la mesita de noche para tenerlo a mano si llega
el momento en que desee morir. Aunque cabe la posibilidad
que al final ocurra de otra manera. Todo es siempre de
otra manera.
Me conforta
pensar que en San Diego tengo un revólver en el cajón de la mesita de
noche. No es la «desesperanza» lo que me insta a pensar en ello, sino la
idea de que es la única vía, la única
manera de huir de una situación vergonzosa. Esa situación
vergonzosa es la vida, esta ilusión grotesca.
LXXXVI. — Por la mañana el teléfono suena varias
veces,
durante largo rato. No cojo el auricular. Hay algo impertinente en vivir
más de la cuenta. Es como cuando los anfitriones intercambian una
mirada disimulada preguntándose cuándo se marcharán los invitados.
1987
La vejez. El viejo tiene que decidir cómo gestionar la
soledad. ¿Qyé es más adecuado: ser solitario a solas o vivir
solo en compañía? Hace más de un año que vivo en la
soledad solitaria. No es fácil, tampoco lo considero auténtica
«vida», pero es más tolerable que la soledad acompañada.
Para mí es un puñetazo en el pecho, un insulto. Todo lo
que se cuenta de la muerte es mentira. La realidad es un insulto,
y el pacto en su contra es un engaño. Detesto a los
curas y las fábulas de las religiones.
Me repugnan esas mentiras sobre la muerte. La
vida eterna. La vida después de la muerte. Condena, esferas, cielos e infierno. Sólo son mentiras, repugnantes, estúpidas,
lloronas. La realidad es una burla obscena, es la muerte.
1988
A veces resuena el eco del verso de Babits: «Tal vez no sea
gran cosa la muerte.» Es posible. Acaso estaba en lo cierto,
teniendo en cuenta que todo el mundo ha pasado por ello y
nadie ha presentado una queja a posteriori.
La Asociación de Escritores, etc., me invitan a volver a casa,
quieren convertirme en un monumento nacional. Se proponen
reeditar toda mi obra, publicarla encuadernada en piel,
incluyéndome a mí. El destino común de los monumentos
es que sus pies queden cubiertos de meadas de perro.
A veces resuena el eco de las palabras de aquel obispo moribundo:
«No me despido, sólo os adelanto.»
Vida social. Vienen a verme curiosos que me miran como
si fuera un perro políglota en un teatro de variedades. La
vejez convertida en espectáculo. «Mirad —dicen—, todavía
no se babea; todavía sabe hablar, sabe contar hasta tres,
¡y a su edad! Es un milagro.» Se asoman al pozo de la vejez.
Todavía no saben que el viejo prefiere la soledad porque es
lo único que no le aburre.
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