13/10/24
El escenario, ese lugar elevado, ese espacio sagrado. El sitio donde se magnifican la vida y los sentimientos. Luces, instrumentos y acordes que están al servicio del espectáculo. Cánticos, gritos y botes que están entregados a la música. El terreno imaginario donde todo puede pasar, donde todo se proyecta para rebuscar en el pasado más escondido o perseguir el futuro más prometedor. El escenario es un poema en ojos de un jinete solitario o una fiesta en brazos de una marabunta. Allí donde hay un sollozo de almas perdidas o un clamor de corazones eufóricos está el escenario. Es una plaza tan ancha y tan profunda que caben todas las emociones en ella, las más radicales, las más distintas, las más únicas.
Una banda es un lugar inaccesible para el resto del mundo. Como una ciudad encantada. Esa es su magia. Su poder catalizador. Y esta banda ha perdido lo que los unía. El hechizo se ha esfumado. Los amigos están paralizados consigo mismos. No se encuentran. Saben quiénes eran y conocen su pasado, pero no saben quiénes son ahora ni cuál es su presente. Mucho menos saben si hay futuro.
Esa banda de cuatro amigos ha sido engullida por el dolor.
Dicen que la diferencia fundamental entre un drama y una tragedia reside en un aspecto básico: en el drama, los personajes tienen posibilidad de cambiar su destino si toman determinadas decisiones en determinados momentos de la trama, mientras que en la tragedia esto no sucede. En la tragedia, el protagonista sucumbe fatalmente a un destino aciago.
A la nada se llega con una ciega desesperación, una voluntad poseída por un odio que destruye el mundo que te rodea y a ti mismo. Las personas que se encaminan hacia la nada son aquellas que no tienen ninguna esperanza. Sus ojos se vacían como si se acercase el fin de los días y solo piensan en ese final, en una tormenta de ceniza que las arrastre y las lleve allí donde habita el silencio y el desgarro.
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