"Lo que Sócrates diría a Woody Allen" (J.A. Rivera) Subrayadas (117)

22/9/20

Todos tenernos en el fondo la misma tendencia, es decir, a irnos viendo en las diferentes etapas de nuestra vida como el resultado y el compendio de lo que nos ha ocurrido y de lo que hemos logrado y de lo que hemos realizado, como si fuera tan sólo eso lo que conforma nuestra existencia. Y olvidamos casi siempre que las personas no son sólo eso: cada trayectoria se compone también de nuestras pérdidas y nuestros desperdicios, de nuestras omisiones y nuestros deseos incumplidos, de lo que una vez dejamos de lado o no elegimos o no alcanzamos, de las numerosas posibilidades que en su mayoría no llegaron a realizarse —todas menos una, a la postre—, de nuestras vacilaciones y nuestras ensoñaciones, de los proyectos frustrados y los anhelos falsos o tibios, de los miedos que nos paralizaron, de lo que abandonamos o nos abandonó a nosotros. Las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser (Javier Marías)

Ortega y Gasset advirtió con suma agudeza el ladino poder destructor de la buena suerte: «en la vida humana — decía— la buena suerte es una divinidad peligrosa, más peligrosa que la mala. Mientras esta aniquila desde fuera y visiblemente, aquella destruye, corrompe desde dentro, sin que ello se advierta desde el exterior»

Scitovsky menciona que, conforme envejecemos, nos vamos «aburguesando»; nos decantamos cada vez más, y casi sin darnos cuenta, por la comodidad frente al placer; y esto constituye por sí mismo un indicador fiable de envejecimiento, tanto mental como corporal.

La presencia ubicua del azar erosiona, mucho más de lo que estamos habituados a pensar, la importancia del ejercicio de la racionalidad en nuestro transcurso vital.

Es terrible a veces conocer los remedios que sabernos nos permiten huir de la desdicha sólo para, y esto también lo sabernos, tener que revolcarnos en una desdicha mayor más adelante. Frente a lo que pudiera predicarnos Platón, la ignorancia puede ser la felicidad en algunas ocasiones.

Las vidas tienen interés desde un día crucial, un día definitivo, en que las gentes se encuentran con dos o tres caminos y tienen que decidirse por uno ("La vida en un hilo", de Edgar Neville).

Es imposible buscar lo que no se sabe que no se sabe. De manera que no hay forma racional de hacer descubrimientos. Los descubrimientos, como subproductos que son, acuden a uno cuando no se los busca o bien cuando se está buscando alguna otra cosa, Además, los descubrimientos llegan a nosotros transportados en volandas por el azar, y sólo se trata —y no es poca cosa— de estar alerta para advertir su fugitiva presencia.

No hay sensación de libertad sin incertidumbre.

Quizá lo que hace que una vida humana nos sepa a algo que está transcurriendo en un mundo auténtico es que sintamos que su argumento no está escrito y concluido, sino que hay en él una mezcla de rutina, control racional e improvisación.

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Estos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales ("El inmortal" "El Aleph", Jorge Luis Borges)

Aunque la concepción stendhaliana del amor tiene una base psicológica firme (amamos nuestro deseo, no lo deseado; nos volvernos adictos al nivel de pulsaciones que infunde en nosotros la incertidumbre amorosa), lo cierto es que resulta una visión del amor casi inhumanamente austera. El final de Casablanca guarda reminiscencias de esta austeridad, pero no llevada hasta límites stendhalianos. Sabemos que Rick ha querido antes apurar su amor con Ilsa, cuando estaba con ella en París y le propone casarse. Luego, en Casablanca, justo la noche antes de la despedida en el aeropuerto, viven una segunda e insospechada pleamar de su pasión amorosa. Pero entre tanto algo ha cambiado, y Rick se ha convertido a esas alturas de su vida en un zorro resabiado en cuestiones amorosas; y ahora conoce que, como dicen los bromatólogos, es mejor levantarse de la mesa todavía con algo de apetito. Repasemos el famoso diálogo entre Ilsa y Rick:
—Si ese avión despega y no estás en él, lo lamentarás —le dice Rick—. Tal vez no ahora, tal vez ni hoy ni mañana. Pero más tarde, toda la vida.
—Nuestro amor, ¿no importa?
—Siempre tendremos París. No lo teníamos, lo habíamos perdido hasta que viniste a Casablanca. Pero lo recuperamos anoche.
—Dije que nunca te dejaría —sonríe Ilsa.
—Y nunca me dejarás.

Mi interpretación aquí —y usted verá si la acepta o no— es que Rick le está diciendo a Ilsa lo que también se está diciendo a sí mismo: que vale más conformarse con ese segundo París en Casablanca; que cuanto suceda después de esa segunda cúspide amorosa sólo puede ser decadencia y rutina. Lo que propone Rick a Ilsa (y ambos aceptan tácitamente) es el autocontrol romántico, preferir la calidad a la cantidad: dejarse el uno al otro en lo mejor, no caer en la tentación de la comodidad en la vida amorosa; ese viscoso bienestar que termina por sumir en el aburrimiento a los amantes correspondidos, como mantenía Stendhal.

La decadencia es consustancial al amor correspondido. Por eso Stendhal prefiere los placeres de la imaginación, vinculados a un amor nunca correspondido; una especie de estado febril de sobreexcitación que no ha sido «reducido» por ninguna realización.

0 comentarios: