"Aquí vivía yo" (Joan Vich Montaner) Subrayadas (147)

16/3/23

Este libro es una crónica emocional, una colección personal de historias recordadas, y creo que la mejor manera en la que sedimentamos nuestros recuerdos es contándolos muchas veces.

El Velódromo es el templo primigenio, la semilla inicial, el mito nuclear del FIB. La piedra angular sobre la que se fue construyendo un relato, el de la música indie en España, que con el paso del tiempo llegó a convertirse en hegemónico. Al menos, hasta hace muy poco. Pregunten, si no, a los fibers más veteranos por el aura mítica del Velódromo.

Los indies, en España, han sido siempre bastante conservadores. Podríamos dividirlos en dos grandes grupos. El más esnob y conscientemente elitista, el de los que unos amigos míos llamaban «indietrágicos», lo formaba un tipo de gente que era muy fan de los Smiths y se tomaba muy en serio la melancolía. Como decía Rob, el protagonista de la novela Alta fidelidad de Nick Hornby, no sabían si escuchaban música pop porque estaban tristes o si estaban tristes porque escuchaban música pop.
Su némesis colectiva, el otro gran grupo poblacional del indie patrio, mucho más numeroso y también más variado, eran los que otros amigos míos llamaban «agroindies»: más campechanos y, en el fondo, mucho más simpáticos y menos pretenciosos, pero también un poco paletos, más conservadores y alérgicos al riesgo. Les fascinaba la escena musical anglosajona, pero, en general, no entendían una palabra en inglés y lo que les movía era el fervor de la masa, sin mucho espíritu crítico, pero con ansias de modernidad.

En aquellos primeros años de camping casi improvisado había líneas blancas pintadas con yeso en el suelo, indicando los espacios donde se podía acampar, pero no se contaba con personal suficiente para controlar aquello y la gente dejaba la tienda donde mejor le parecía. El primero en llegar escogía sitio entre los almendros y plantaba la bandera, como los colonos del salvaje oeste, sin dejar calles ni huecos para el tránsito del resto de campistas. Tampoco había muchas sombras, en aquella ciudad anárquica que extendía su colorido patchwork sobre el horizonte. Así que, a partir de las ocho de la mañana, si no te despertaba el ruido de las cigarras lo hacía el agobio del sol apretando cruelmente sobre la tienda de campaña. Se dormía poco y mal, en el camping. El calor y la humedad se iban reconcentrando bajo la lona recalentada hasta que, en algún momento, tu cuerpo decía basta y te despertabas desorientado, sudando copiosamente y preguntándote de dónde demonios habían salido esas malditas cigarras que te estaban martilleando la cabeza. Tambaleándote, con la resaca a cuestas, salías temprano de la tienda y zigzagueabas por el caótico campamento hacia la salida que llevaba hasta la playa redentora.

Ellos (El Niño Gusano) y todo su entorno de amigos aragoneses locos me parecieron una pandilla encantadora y divertidísima, a pesar de que se reían de mí sin parar y me tomaban el pelo constantemente. Pero lo hacían con una gracia y un cariño que no solo no te importaba, sino que querías estar con ellos todo el rato, aun siendo el blanco de sus bromas. Luego, cuando vinieron ellos a Mallorca, salimos de bares después de su concierto. Durante muchos años, Sergio Algora siempre me recordaba cómo, aquella noche en Palma, le salvé la vida cuando lo agarré in extremis y evité su caída al vacío mientras hacía estúpidos equilibrismos sobre una barandilla.

Recuerdo el entusiasmo y la admiración que sentía viendo a Judah Bauer subido sobre el amplificador de guitarra como si fuera un monolito prehistórico, a Jon Spencer haciendo kárate aéreo con el theremín, a Russell Simmins golpeando los tambores con fiereza y sin perder el groove. Recuerdo perfectamente las ganas de salir de allí corriendo y montar mi propio grupo, que es lo que me pasa siempre cuando un concierto me gusta tantísimo como aquel.


Además, (Ernesto González) fue el responsable de que el festival apoyara en todo momento a medios pequeños, fanzines y radios comunitarias, pese a las peleas que nos provocó con los mánager y agentes de algunas figuras, e incluso con la dirección del festival. Pero decidimos mantener esa política porque sí, por empatía, por respeto y para no olvidar de dónde veníamos nosotros también.

Enseguida se desató el apocalipsis en una segunda descarga, the second coming, mucho más intensa y salvaje. Urusei Yatsura estaban tocando en el escenario principal. Soltaban su propia descarga, que también era intensa y salvaje —qué buenos eran, tenían lo mejor de Pavement y de Dinosaur Jr. y, además, eran escoceses—, cuando empezó a llover de nuevo. Primero ligeramente, luego con más y más intensidad, hasta que culminó en una tromba descomunal y un vendaval fortísimo. Mucha gente empezó a correr buscando cobijo, pero otros decidían aguantar el tipo y seguir viendo el concierto bajo la lluvia. Sobre el escenario, el grupo desafiaba a los elementos desplegando toda su ruidosa energía juvenil. La intensidad de su concierto iba creciendo a la par que la de la tormenta, parecía que se alimentaban mutuamente. Lo suyo también era una tormenta eléctrica, pero aquel pulso no podía durar. Una de ellas tenía que vencer y la naturaleza siempre gana. El viento soplaba con fuerza, el agua caía sobre las caras de los músicos y ya entraba dentro del escenario, creando charcos junto a los pedales de la guitarra, pero ellos seguían tocando, ensimismados. Había peligro real de que alguno se electrocutara, pero ellos no paraban. Al contrario, subían aún más la potencia de su actuación.

Puedo marcar la cronología de mi vida a base de nombres de grupos musicales y de mis relaciones con ellos. Cada uno dejó marcada en mi memoria una muesca que casi me permite recordar el mobiliario, la ropa, los olores, el lugar en el que estaba cuando sucedía ese momento. 1981, escucho a Mecano en un transistor que había por casa y bailo como un poseso, perdido en mi habitación. 1985, una compañera de clase me graba una cinta con canciones variadas y el disco entero de Cuatro rosas, de Gabinete Caligari. 1987, mi vecino me pone por primera vez un disco de The Smiths. Hago como que no me están gustando. 1989, escucho por primera vez a The Stone Roses en el Diario pop de Radio 3. Con los cascos puestos, en la cama, mientras todos duermen. 1995, me enamoro del primer disco de Supergrass y recupero la fe en el pop mientras vivo en Londres, compartiendo habitación con cuatro personas más. 1997, todos los de la oficina de Elefant vamos a ver a Belle & Sebastian a Barcelona, después de haber desgastado su primer disco de tanto escucharlo.

Algunos grupos te acompañan y te ayudan a recomponerte, a construir a la persona que quieres llegar a ser y a que esas piezas encajen con quien realmente eres. Como dice el anuncio de la radio, parafraseando a Nick Hornby, eres lo que escuchas. Aunque yo creo que también, muchas veces, escuchas lo que quieres ser.

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