27/5/24
Miro hacia atrás, y no recuerdo haber llorado nunca en brazos de nadie.
Malformación anímica de exinterno de un orfanato del franquismo.
He llorado a solas, eso sí: he sentido la inmensidad del pesar, la pena
por mí mismo que no conviene —ni se merece— que nadie descubra.
Paso buena parte de la jornada ordenando libros, la mayoría de ellos
leídos, y de los que, sin embargo, ni siquiera recuerdo las
ilustraciones de las portadas, los nombres de los autores ni los
títulos. Qué suerte tener buena memoria (ya sé, ya sé que también es una
forma de sufrimiento). La tuve de muy joven y —como suele ocurrir— no
tengo la impresión de que entonces la apreciara gran cosa. Ahora que se
me ha gastado, o volado, la echo de menos a cada momento. A veces
intento acordarme del nombre de un actor, del título de un libro, y el
intento se me convierte en obsesión y me desvela hasta altas horas de la
noche, pero prefiero esa angustia a rendirme, a levantarme a mirar en
internet o en alguna enciclopedia. Sin memoria, vivo una vida más pobre,
con menos capas y estratos y recovecos. Qué se le va a hacer.
Hoy ya sé que el carácter se sobrepone al destino.
Leer un libro tras otro. Como una urraca, guardar saber ajeno en un nido en el que nada se incuba.
Fuera ha empezado a anochecer, pero aquí dentro no cambia la
lívida luz verdosa del neón que resalta las arrugas de rostros
fatigados, algunos desencajados; la textura del suelo, de un color
oscuro, entre pardo y negro, y el aspecto de los que aguardan con su
carga de cansancio ayudan a expandir una melancolía predesarrollista, de
antes de que el consumo se convirtiera en la gran máquina expendedora
de consuelo.
En el amor ocurre lo mismo. Nadie puede convencerte de que te estás
equivocando, ni tú mismo porque, aunque lo sepas, vas a seguir cavándote
tu agujero.
El hecho es que has elegido otra cosa: los libros, la música y las
películas que entran y salen de tu vida a voluntad, mejor eso que las
entradas y salidas de la gente, tan libre, tan dueña de sí misma, tan
imprevisible, siempre tan rodeados esos ajetreos humanos de pasiones, de
dolor: cierto aislamiento que me permite leer y escribir, y, al cabo
del año, unos cuantos viajes que me llevan a moverme por escenarios que
no son —ni van a ser mi casa. Es un poco tarde para encontrarle
explicación. Ha sido así.
A la explotación laboral, y al descontento que genera en las
víctimas, se los filetea en lonchas cada vez más abundantes y finas, que
se llaman inadaptación, mobbing, desmotivación, síndrome posvacacional,
depresión del lunes… Cada uno cree sufrir las consecuencias de una
enfermedad propia, su catastrófica experiencia única. No se siente pieza
de un asunto colectivo.
El adulterio es un mueble esencial en la decoración decadentista. Marca
distancias con lo vulgar, porque ellas siempre están casadas con hombres
que no pertenecen al grupo privilegiado que se estremece con el
chasquido del látigo del arte (burgueses adinerados, políticos,
comerciantes ricos).
La levedad, la intrascendencia de los días escapándose. Como si quedara todo el tiempo del mundo por delante.
El bebedor de cerveza de la barra es también el Madrid de mi
adolescencia. Pero yo tengo cincuenta y siete años y ya no le dirijo la
palabra a ningún desconocido, a esta edad los contactos se vuelven
impúdicos; a sus treinta y tantos años él está todavía entrando en el
segundo acto de la obra, mientras que mi papel exige que vaya
acercándome al foro para preparar el mutis.
Nos enamoramos de alguien que nos parece distinto de nosotros, que tiene
todo eso de lo que carecemos y deseamos, pero que intuimos que, en el
fondo, se nos parece. Es la trampa de la seducción. Tener paciencia,
cavar, poner empeño para encontrar la mitad desgajada, la parte que se
nos fue pero que suponemos que está hecha de la misma sustancia, y
hendida por la misma herida.
Recuerdos de París, olor de lilas, de pastís y gasolina: ganas de llorar
por lo que perdí, por lo que no supe guardar, pero qué digo, qué
lloriqueo, en el viaje de la vida todo se va perdiendo, todo se pierde,
tú mismo.
Por todas partes, en todas las épocas, sufrimiento. Hace dos mil años
que lo repiten los filósofos: somos el animal que sufre y hace sufrir.
La adolescencia, la primera juventud, que retuerce sus impulsos fisiológicos tratándolos como vida interior.
No tememos tanto la muerte como la crueldad que la precede.
El tiempo, pompa de jabón que te estalla entre las manos. Ya no está, ya
se ha ido, ha reventado. Me angustia ver que la rebanada de tiempo que
me queda se adelgaza y que, sin embargo, actúo como si se me abrieran
siglos por delante.
Anoto: «Y si un Dios me otorgase volver a ser un niño que llora en la
cuna, me opondría enérgicamente, me negaría, como lo haría uno que ha
recorrido su camino si lo llevaran otra vez al punto de partida».
Un diario plantea siempre exigencias. Pero también trae ventajas. Con él
se dejan huellas de luz en el oleaje de días vividos; de lo contrario,
ese oleaje se vuelve oscuro enseguida. También quiero entender el diario
más como un goce que como una obligación.
E. Jünger, "Radiaciones II".
Oigo el sonido de la lluvia, por detrás de las músicas de la radio y del
débil siseo de la pluma al correr sobre el papel, y me digo que estos
momentos son los que más me acercan a la felicidad. En una noche así, no
quisiera cansarme nunca, ni sentirme nunca vencido, no quisiera
morirme: leer, escribir, oír música, y la lluvia cayendo fuera, un útero
materno rico en sustancias revitalizantes.
Todo esto, la vida misma, está lastrado de raíz, me digo, pesimista: nos
reproducimos de la peor manera posible (por más retórica que intentemos
echarle al asunto) y nos alimentamos de la manera más cruel. Cualquier
atrocidad parece esperable. Mire uno donde mire no ve más que
sometimiento de los unos por los otros, crueldad necesaria o gratuita,
cuando no directamente crimen. La paz es un estado provisional, incluso
ilusorio.
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