9/6/24
Según una teoría, la música popular moderna vive una revolución cada diez años: el rock’n’roll asaltó el poder en 1957, la psicodelia en 1967, el punk en 1977, el house en 1987. La otra cara de esa moneda es el marasmo de los cambios de década. En 1960 el novedoso y pujante rock’n’roll había quedado acorralado y doblegado. Diez años después el panorama pintaba aún peor. En 1970 el pop estaba dominado por la introspección melancólica, la calidad deficiente y el idealismo perdido.
En sus hits no resalta ningún músico en concreto porque parece que nadie toca ningún instrumento: todas las canciones suenan como una caja de música tallada en hielo. El ingrediente más insólito de la extraña magia de ABBA era la fusión de las
dos parejas, que se separaron cuando el grupo ya se había convertido en la máquina de fabricar singles más eficaz del mundo. Se ha sacado mucha punta a las rupturas conyugales y los celos que impregnaron la creación de "Rumours", el superventas de Fleetwood Mac, pero, caray, al lado de las baladas posdivorcio de los suecos, puro ataque de depresión nerviosa, lo de los Mac no pasó de una simple nochecita de castigo en el sofá.
Reed y Cale habían creado un ruido tan novedoso que abrió una fisura en la progresión natural del pop; un ruido tan cortante, tan estrafalario y tan sobrecogedor que cada vez que lo oigo me echo a reír. Era la música del futuro, y nadie (salvo el joven David Bowie, en su casa de Beckenham) le prestó atención. “I Heard Her Call My Name” se oponía con violencia y alegría a todo lo que representaba la California de 1967 (o sea, a todo el mundo del pop en 1967). Nada de paz, ni opciones fáciles. Y aun así se trata de una canción de amor no correspondido, provista de unos coros espectrales y melodiosos que doblan el iluso estribillo de Reed: “Sé que le importo, la oí pronunciar mi nombre”. Esto es pop, solo que un tipo de pop que nadie —aparte de Warhol y Bowie— habría reconocido en un año en que “A Whiter Shade of Pale”, de Procol Harum, y “All You Need Is Love”, de los Beatles, no paraban de sonar en la radio.
“Public Image”, número nueve británico en octubre de 1978, era la música del futuro: habría que esperar un decenio hasta que unas guitarras volviesen a generar tanto desasosiego intangible (My Bloody Valentine, Ride) y el dub se incorporase con tanta eficacia a la música guitarrera (Primal Scream, Underworld). Además, era una hermosa proclama: “No soy el mismo que cuando empecé. Nadie va a tratarme como si fuera de su propiedad”.
A veces pienso que “Public Image” es la canción más impactante que jamás se haya grabado.
Declararse fan de los Pistols o de los Clash era una afirmación tan significativa como decantarse por los Beatles o por los Stones: clase obrera frente a clase media, facultad de bellas artes u orden establecido, rock o pop. Ahora bien, ¿cuál era cuál?
Los Boomtown Rats son uno de los pocos grupos británicos que, habiendo sido tremendamente populares en su día, hoy resultan infumables. Eran el sucedáneo más torpe que pueda imaginarse: ¿por qué escuchar “Rat Trap” cuando existe “Born to Run”? ¿Cómo pudieron vendernos esa moto?
En general, la new wave fue al punk lo que Pepsi a Coca Cola.
Esta rama del post-punk, denominada “gótico inglés” por Jon Savage, era un paisaje de lluvia helada, árboles pelados por el invierno y nieve sucia, como un cuadro de L. S. Lowry pero sin gente. En las sombras, bajo la égida oscura de Joy Division, operaba una serie de grupos procedentes, en su mayoría, de las ciudades industriales del norte de Inglaterra: Comsat Angels (Sheffield), A Certain Ratio (Manchester), Sisters of Mercy (Leeds) y Echo and the Bunnymen (Liverpool). Los últimos contaban con un batería feroz llamado Pete de Freitas y un guitarrista, Will Sergeant, que no tenía reparos en tocar solos al estilo de Hank Marvin, de una sola nota, minimalistas y levemente psicodélicos. Un día vieron "Apocalypse now" y se quedaron tocados para siempre: el cantante, un chico guapo de melena alborotada llamado Ian McCulloch, dio en creerse el sucesor de Marlon Brando y Jim Morrison. Esta mezcla de psicodelia novedosa y confianza ciega en sí mismos se tradujo en uno de los mejores álbumes de 1981, "Heaven Up There", atravesado de principio a fin por un murmullo inquietante, como el zumbido de un helicóptero en la lejanía.
Blondie es un fijo en las emisoras nostálgicas y las fiestas de boda, pero su lugar en los libros de historia del rock nunca ha sido igual de indiscutible. Son varios los motivos. Sus hits se han sido objeto de tantas reediciones, e incluso remezclas (en el bochornoso elepé "One More into the Bleach"), que hasta que uno no escucha temas tan olvidados pero tan magistrales como “Shayla”, de "Eat to the Beat", no se da cuenta de lo especiales que siguen sonando sus canciones.
Despojada de detalles, la música pop ya no es tan deseable como en el pasado. Pero la era del pop moderno fue tan larga como la del jazz: hay en esas cuatro décadas material de sobra para pasarse una vida entera escarbando en sus recovecos, y ni así habría tiempo de oírlo todo. El panorama cambiaba muy rápido, casi de una semana para otra en los periodos especialmente fecundos. No daba tiempo a aburrirse.
La música, como en el siglo XIX, antes de Edison, no está encerrada en los discos, sino que flota en el ambiente. Toda la era del pop moderno está al alcance de quien la quiera disfrutar, hurtar, difundir, recopilar y antologizar: un rompecabezas infinito de piezas intercambiables a disposición de las generaciones venideras. Me siento enormemente afortunado de haber sido testigo consciente de gran parte de esa historia.
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