"La vida a ratos" (Juan José Millás) Subrayadas (107)

7/11/19

Mi amigo F. se acaba de enterar, treinta años después, de que su padre se suicidó. Creía que había muerto de una neumonía. La noticia, facilitada por su hermano mayor, lo ha sumido en el desconcierto. Se pregunta si el suicidio de su progenitor autoriza el suyo. Me lo cuenta en la terraza de una cafetería, al caer la tarde, frente a sendos vodkas con tónica. No sé qué decirle.

A mis alumnos del taller de escritura, en general, les da pereza escribir. En realidad no quieren escribir, quieren haber escrito.

El domingo por la tarde tiene un peso específico, nunca mejor dicho, un peso que la memoria todavía es capaz de reproducir y que se nota sobre todo en el estómago. El peso del miedo.

¿A qué edad el cuerpo se convierte, no ya en un tema de conversación, sino en «el tema» de conversación? He comido con un par de amigos con los que en otro tiempo intercambiaba opiniones existenciales, literarias o de carácter político. Hoy nos hemos pasado la comida hablando del cuerpo humano.

Leo que la tristeza aumenta las posibilidades de sufrir un infarto. De ser cierto, yo tendría que haber muerto a los siete u ocho años.

Si se habla tanto del sentido de la vida, es porque no lo tiene.

Fue él quien tomó la decisión de separarse, de la que se arrepintió al día siguiente. Ya era tarde: su mujer se había acostumbrado a vivir sola en veinticuatro horas y no estaba dispuesta a renunciar a los placeres recién descubiertos de la casa vacía y la tapa del retrete bajada.

Somos millonarios en segundos, pero pobres en años.

Al cerrar la ventana, porque hacía frío, me di cuenta de que cerraba también la puerta del verano. No pasaría nada de no ser por las putas Navidades. Ya estan prácticamente ahí.

En las ciudades con grandes avenidas los callejones cobran una importancia especial. La pregunta es si el pensamiento nace en las grandes avenidas y se transmite a los callejones o al revés. La biografía de cada uno de nosotros está compuesta de bulevares y de estrechos pasajes. Cuando se la contamos al pasajero de al lado, en el avión o en el tren, describimos con precisión los bulevares (lo que estudiamos, con quién nos casamos, los hijos que tuvimos...). ¿Pero dónde habita el significado, en los bulevares o en los pasajes? Cuando uno se deja caer sobre el diván del psicoanalista, comprende que el sentido se encuentra allí donde no se busca. El sentido siempre está en la periferia.

El desaliento es un animal invisible con el que a temporadas nos levantamos y nos acostamos.

No se puede perder la razón sin tenerla.

Me cuentan de un hombre que sufrió un ictus y que, viajando a Lourdes para solicitar su curación, murió de un accidente en el camino. Con él falleció también su padre, que conducía el automóvil. Una especie de milagro inverso, me digo. La persona que me relata los hechos, muy creyente, se muestra perpleja. Estaba convencida de que la ruta que conduce al conocido santuario disponía de una protección especial, de carácter divino, que la libraba de todo tipo de percances. Ahora está intentando que la Dirección General de Tráfico le dé las cifras de fallecidos en esa ruta.
—¿Para qué? —le pregunto.
—No estoy seguro —dice.

Conviene partir del hecho de que no hay solución. Para nada. No hay solución para nada. La vida no tiene solución, la vida no es un problema del que conoces unos datos de los que debes deducir otros. Una vez que aceptas ese hecho, que no hay solución, te hacen menos daño las atrocidades que contemplas a diario. No hay solución, te dices. Buenas noches.

La mayoría de la gente preferiría perder el dedo pequeño del pie izquierdo a extraviar el móvil. El móvil, en la actualidad, contiene más información que el hígado o los pulmones de su dueño.

Vivimos con la fantasía de estar informados. Incluso sobreinformados. La sobreinformación es uno de los síntomas de la desinformación.

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